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La locura de Juana


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La Demencia de Doña Juana (1867), de Lorenzo Vallés. Museo del Prado (Madrid). / Wikipedia La Demencia de Doña Juana (1867), de Lorenzo Vallés. Museo del Prado (Madrid). / Wikipedia

Si bien a Juana I de Castilla, en general, nos resulta difícil situarla, como Juana la Loca sí ocupa un lugar entre las figuras más destacadas del imaginario colectivo histórico de nuestro país. Y es que, precisamente eso, su locura, ha sido el rasgo que la ha convertido en un personaje central de las raíces míticas de la nación española y, especialmente, de la literatura, el teatro y el cine.

Tras su muerte, su figura cayó prácticamente en el olvido y fue rescatada en el siglo XIX por el Romanticismo, que la convirtió en una mártir del amor y la enajenación que irremediablemente lo acompañaba. El interés por ella se disparó especialmente a partir de 1855, de la mano del dramaturgo Manuel Tamayo y Baus y su drama histórico La locura de amor. Esta interpretación decimonónica del personaje era retomada enteramente por Juan de Orduña, quien en 1948 la llevaba al cine en el largometraje Locura de amor. El film, un verdadero hito del cine español, se situaba a medio camino entre la visión romántica del personaje y la heroicidad propia del cine histórico triunfalista del Franquismo. La película, además, contaba con una serie de tableaux vivants que recuperaban la pintura historicista sobre Juana, y, con ellos, la visión romántica de la reina. Vicente Aranda presentaba en 2001 una nueva versión modernizada en su película Juana la loca. Su aproximación al personaje, empero, seguía centrada en la locura por la pasión amorosa no correspondida.

Pero, ¿qué hay de cierto y de falso en estas aproximaciones al personaje de la reina Juana? Juana I de Castilla había nacido en Toledo en 1479 y era la tercera hija de los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. No estaba destinada a ser reina, por lo que no fue educada para asumir las labores de gobierno sino para ser desposada con un heredero o monarca de la época. Ello formaba parte de la política exterior de los Reyes Católicos, basaba en buena parte en estos matrimonios concertados.

En 1496 Juana cumplía con este fin al casarse con el hijo del emperador Maximiliano de Austria y María de Borgoña, el Archiduque Felipe, apodado más adelante “El Hermoso”. Era una unión que cumplía a la perfección con uno de los principales objetivos de la política exterior hispana, el asilamiento de Francia. Así, con 16 años Juana partía hacia Flandes para instalarse junto a su esposo. Parece ser que en un primer momento los esposos congeniaron bien, aunque pronto el carácter apasionado de Juana chocó con las infidelidades públicas y constantes de su marido. A ello se unió que Felipe incumplió su pacto matrimonial y no proporcionó a Juana y su séquito la renta acordada. Esto la dejaba en una situación económica desesperada.

Preocupada por los rumores que llegaban a Castilla del comportamiento errático de su hija, de los que culpaba a su yerno, la propia reina Isabel intervino y envió a Flandes embajadores que recordaran a Felipe sus obligaciones. Todo en vano. Felipe siguió humillando a Juana en cuestiones públicas y privadas.

Estas circunstancias, que podían haberse circunscrito a un asunto familiar y privado se convirtieron en cuestión de estado en 1502. Ese año, la historia dio un giro imprevisto y, tras una serie de inesperados fallecimientos dentro de la familia, Juana se convirtió en la heredera de Castilla, el estado más extenso y poderoso de Occidente. Su capacidad para gobernar centró el foco de atención.

Su esposo Felipe, además, ya no disimulaba su desprecio por la Monarquía Hispana. De hecho, incluso había desafiado la política exterior de sus suegros abiertamente. Entre otras iniciativas, había negociado una alianza con la francesa casa de Valois, enemigos acérrimos de los Reyes Católicos. Se había aventurado, así, a proponer el matrimonio de su hijo Carlos, que entonces contaba con un año de edad, con la hija del rey galo. Y es que Felipe, llegados a ese punto, ya no ocultaba sus ambiciones y menospreciaba abiertamente la austeridad de la corte castellana, tan lejos de la fastuosidad de la borgoñona.

Es por todo ello que la cuestión de la sucesión del reino preocupaba profundamente a Isabel la Católica, quien, enferma como estaba, asumía la cercanía de su muerte. La reina reflexionó largamente con sus asesores sobre qué decisiones tomar. Su relación con Juana había sido complicada. Su hija no había sido educada para reinar y, sin embargo, la suerte había querido convertirla en la heredera de la doble corona. Tenía el carácter obstinado de su madre, además, lo que causaba choques constantes entre ambas a la hora de decidir los pasos que Juana debía dar. Era consciente de que su marido, Felipe, al mismo tiempo, había demostrado en repetidas ocasiones sus ambiciones políticas y su desprecio por la monarquía hispana de la que ahora formaba parte. Su comportamiento con Juana, según los rumores que llegaban desde la corte de Bruselas, había sumado a las humillaciones constantes las agresiones físicas.

Por todo ello, las disposiciones testamentarias de Isabel la Católica exigían decisiones sumamente complejas. Tras su muerte, temía que la suerte se conjugara en el peor escenario posible: Que Juana se viera incapacitada para gobernar por su carácter, la nobleza castellana rechazara a Fernando como regente y que el poder acabase recayendo en Felipe. Es por ello que trató de adelantarse a los acontecimientos estableciendo claramente que en el caso de que Juana resultara “no estar dispuesta o ser incapaz de gobernar”, el gobierno recayera en su padre, Fernando, que ejercería como regente hasta la mayoría de edad del príncipe Carlos, hijo de Juana y Felipe. Con ello, alejaba a Felipe del trono y aseguraba la independencia del Reino de Castilla tras su fallecimiento. Es más, el testamento también vetaba explícitamente que cualquier tipo de dignidad pública o eclesiástica fuera a parar a manos de los Habsburgo, la dinastía de la que su yerno formaba parte. En lo referente a Fernando, por otro lado, si bien siempre había sido leal a Isabel, nunca ocultó sus desmedidas ansias de poder. No por nada fue en él en quien se inspiro Maquiavelo para El Príncipe. Él era, en sí mismo, la encarnación de lo que hoy llamamos un gobernante “maquiavélico”.

Todos los esfuerzos de Isabel no evitaron que se desatara una lucha de poder tras su fallecimiento, el 26 de noviembre de 1504. Fernando y Felipe se enfrentaron desde el primer momento, dado que ambos ambicionaban el control efectivo de Castilla. Mientras Fernando contaba con el apoyo de los procuradores del reino y del propio testamento de Isabel, Felipe se veía secundado por la nobleza castellana, que vio en el príncipe flamenco una escapatoria frente al autoritarismo que los reyes católicos habían impuesto en sus territorios. Dentro de este difícil equilibrio de fuerzas, se impuso este segundo grupo, el encabezado por Felipe y la nobleza castellana en la llamada Concoria de Villafáfila (1506), firmada entre Fernando el Católico y su yerno. Insospechadamente, después de este triunfo, la suerte giró de nuevo y Felipe perdía la vida prematuramente antes de que acabase el año. Fernando retornaba inmediatamente del exilio para gobernar, ya sin contestación, en la riquísima Castilla.

La muerte de su esposo afectó profundamente a Juana, que esos días protagonizó uno de los episodios más recordados de su biografía: El traslado del féretro de Felipe en comitiva para ser enterrado en la Catedral de Granada. No sólo la comitiva viajaba de noche y por lugares inhabitados, sino que Juana no renunció a acompañar al cortejo fúnebre a pesar de estar en avanzado estado de gestación (hasta tal punto que el grupo hubo de parar en Torquemada para que diera a luz a Catalina, la hija póstuma del fallecido). Este episodio mezcla de nuevo realidad y mito, puesto que Juana argumentó en todo momento que tal era la voluntad final de su marido. Y, aunque resulta innegable la excentricidad de su conducta, también hay que resaltar que tenía un significado político de primer orden. Enterrar a Felipe junto a Isabel la Católica suponía fundamentar tanto su propia legitimidad como la de su hijo Carlos.

Sin embargo, este episodio sirvió a Fernando El Católico para confinarla definitivamente en el Palacio de Tordesillas, donde permaneció nada menos que cuarenta y seis años. Las condiciones del encierro distaban de ser idílicas, además. Fernando restringía las visitas y prohibió a los sirvientes dar a Juana cualquier tipo de información política. Se les autorizó incluso a usar la fuerza física contra la reina siempre que los consideraran necesario. Su propio hijo, Carlos, dio continuidad al encierro de su madre al ser proclamado rey en 1516. Las condiciones del encierro siguieron siendo penosas, hasta tal punto que su hija Catalina llegó a denunciar que sus cuidadores (o, más bien, carceleros), los marqueses de Denia, “la encierran en su cámara que no tiene luz ninguna”.

Y, ¿qué sabemos del comportamiento de Juana, de su pretendida enajenación? Durante esos años de confinamiento se le achacaron prácticas religiosas poco ortodoxas o incluso heréticas, como afirmar que no necesitaba intermediarios para dirigirse a Dios, o dejar de confesarse. No obstante, eran prácticas propias del protestantismo, que ella había conocido en Flandes y por el que se había afirmado interesada abiertamente. Otra acusación constante durante su encierro fue la de protagonizar episodios peculiares que llegaban incluso a la agresión a sus sirvientes. Sus guardianes sí estaban autorizados por el padre de Juana a usar la fuerza con ella si así fuera necesario, paradójicamente.

Fuera de los muros de Tordesillas, la nobleza castellana continuaba considerando a Juana como su reina legítima, por mucho que se hallara presa, Es por esto que se dirigieron a visitarla tras desencadenar la revuelta de las Comunidades contra el entonces rey, Carlos I, hijo de Juana, en 1520. La reina, por su parte, se negó a firmar los documentos que le presentaban, puesto que ello significaba desposeer del trono a su hijo, si bien atendió, escuchó y comprendió sus reivindicaciones. Ello situaba la razón de estado y la legitimidad del rey por encima de su propio bienestar.

Con todo ello, resulta difícil establecer el tipo de patología de base que Juana pudiera presentar, si bien es cierto que resultaba muy útil a los intereses políticos de aquellos que la rodearon, primero su marido, Felipe, después su padre, Fernando, y finalmente, su hijo, Carlos. Su locura, más o menos real o pretendida, les dio acceso a todos ellos al gobierno del reino más importante del Occidente.

Doctora en Historia Contemporánea. Autora de diversos libros y artículos sobre el Catolicismo y la Guerra Civil española.