Anna Ajmátova y su Réquiem por Rusia
- Escrito por Luisa Marco Sola
- Publicado en Historalia
“¡Oh musa del llanto, la más bella de las musas!
Oh loca criatura del infierno y de la noche blanca.
Tú envías sobre Rusia tus sombrías tormentas
Y tu puro lamento nos traspasa como flecha”.
Marina Tsvetáieva sobre Anna Ajmátova
Anna Ajmátova (1889-1966) quería dedicarse a la poesía desde niña. Muy a pesar de su familia, que no lo veía con buenos ojos. No sólo lo logró, sino que se convirtió en una de las poetisas rusas más célebres. Muy a su pesar encarnó también la voz de los millones de rusos que sufrieron la ira de Iósif Stalin. Su poema Réquiem dio voz a todos aquellos que, como ella misma, hubieron de permanecer años, décadas, silenciados y sufrientes bajo la crueldad de la represión estalinista. En su poesía, su sufrimiento personal se convierte en la voz de un pueblo entero que sufre.
Nacida Anna Andréyevna Gorenko, al divorciarse sus padres cambió su apellido por el de su abuela, Ajmátova, posiblemente por su vinculación a ella, posiblemente como rechazo hacia su padre, que despreciaba su vocación poética, aunque con seguridad por una suma de ambas.
Fue parte de la inquieta juventud del San Petersburgo de principios del siglo XX. Estuvo vinculada poéticamente al movimiento acmeísta, del que también formaba parte su primer marido, Nikolái Gumiliov. que trataba de alejar la poesía del misticismo para centrarse en la precisión y claridad del lenguaje.
Ya en sus textos de juventud, su pensamiento mostraba enormes dosis de originalidad y una sensibilidad especial. Ejemplo de ello es el poema que en 1922 dedica a la bíblica mujer de Lot, que quedó convertida en sal al volverse a mirar por última vez su Sodoma natal antes de abandonarla:
“¿Y a esa mujer nadie la llorará?
¿Es figura anodina para ocuparse de ella?
Pero mi corazón no olvida
a la que dio la vida por una mirada.”
A pesar de su brillantez, en 1925 el Comité Central del Partido Comunista Ruso dictaba “instrucciones especiales” para que no se publicara más a Ajmátova acusándola de ser una “individualista” que escribía sobre temas “ajenos a las masas”. Cuatro años antes había sido fusilado, señalado por pretendida traición, su exmarido, el también poeta Nikolai Gumielev. Tras estas instrucciones, Ajmátova soportó diez años de silencio, hasta la detención de su hijo, León Gumielev, en 1935. El arresto se producía dentro de la oleada de purgas de los años 30, desatada tras el asesinato de Sergei Kirov, lugarteniente de Stalin, el 1 de diciembre de 1934. Los apellidos del joven habrían sido el único cargo en su contra.
En los años posteriores, entre la primavera de 1937 y el otoño de 1938, Rusia se desangraba en el llamado “Gran Terror”, una oleada represiva que asoló la Unión Soviética provocando setecientas cincuenta mil ejecuciones sumarísimas y más de trescientas mil condenas a una muerte lenta, aunque segura, en los campos de trabajo.En el caso de Leningrado, donde residía Ajmátova, la presencia de la muerte era todavía más acusada. El llamado Martirologio de Leningrado, redactado desde 1987 bajo la dirección del historiador Anatoli Razumov, detalla las ejecuciones a manos del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Interiores, el brazo represor del régimen) de al menos cuarenta y siete mil personas en la ciudad durante aquellos dieciocho meses. Estas purgas se centraron especialmente en los profesionales liberales, además de en las minorías étnicas, acusados de trabajar en contra de la revolución, de ser “elementos antisoviéticos”.
En el caso de Ajmátova, Stalin, que la definía como “mitad monja, mitad puta”, eligió una forma diferente de persecución: Ordenó que se le aislara. Abandonada por casi todos, tuvo que ver desde su apartamento de la Fontaka cómo eran sus seres queridos los que sufrían las consecuencias de sus ideas.
En un intento desesperado de lograr la liberación de su hijo, trató de ganarse el favor de Stalin en unos versos henchidos de pretendida devoción:
(…) y el pueblo reconoce
y oye la voz: Hemos venido,
para decir: allá donde está Stalin está la libertad,
la paz y la grandeza de la tierra.
De nada sirvió, y su hijo siguió confinado y expensas de la caprichosa voluntad de los verdugos del Partido. Ella misma así lo reconocía en otros versos dedicados al hijo robado de sus brazos:
“Diecisiete meses hace que grito.
Te llamo a casa.
Me arrojé a los pies del verdugo (…)”
La relación entre madre e hijo, sin embargo, resultó compleja. Lev trataba de trazar su propio destino a la vez que éste quedaba siempre marcado, y cercenado, por el hecho de ser el hijo de Anna Ajmátova y Nikolái Gumiliov. A pesar de que compartía las ideas políticas de sus padres, no pasó de ser el instrumento elegido maquiavélicamente por el régimen para poder hacer daño a su madre. El fusilamiento de su padre, en 1921, parecía no ser suficiente.
¿Fue precisamente él, su hijo, quien mantuvo a Ajmátova atada a Rusia? En Requiem ella lo atribuye más bien a una decisión personal y ética:
“Jamás busqué refugio bajo un cielo extranjero,
ni amparo procuré bajo alas extrañas.
Junto a mi pueblo permanecí estos años,
donde la gente padeció su desdicha”.
Tras una década de mutismo, Ajmátova se atrevía en 1945 a participar en un recital en el Museo Politécnico de Moscú. Inmediatamente se prohibió de nuevo la publicación de sus obras. Como en ocasiones anteriores, el castigo a la madre se materializó en su hijo, que fue detenido una vez más y confinado. Fue finalmente liberado en 1956, el mismo año en que Krushev denunció por vez primera los crímenes de Stalin en el llamado “Discurso secreto”, que pronunció en el XX Congreso del PCUS.
Todo ello lo contó Ajmátova en su poema Requiem, escrito entre 1935 y 1940. ¿Por qué se decidió finalmente a romper su silencio y relatar la realidad del horror en su país? Ella misma lo explicaba al inicio del poema, en un “En vez de prólogo” en el que contaba como un día, de los muchos que pasó a lo largo de diecisiete años esperando en las puertas de la prisión de Leningrado para ver a su hijo, una mujer se dirigió a ella:
“¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
-Puedo”.
Y con ello decidió que el momento de dejar de callar había llegado. Durante años había mantenido una relación ambivalente con el régimen con la esperanza de aligerar la pesada carga que soportaba su hijo sólo por el hecho de serlo. Pero ya no había lugar para engaños ni esperanza. El régimen estalinista no obedecía a razones ni límites y estaba reduciendo el país, su amado país, a cenizas humeantes.
Nos legó uno de los retratos más ajustados del terror sistemático que desataron los totalitarismos:
“En aquel tiempo sonreían
sólo los muertos, deleitándose
en su paz, y vagaba ante las cárceles
el alma errante de Leningrado.
Partían locos de dolor los regimientos
de condenados en hilera y era
el silbido de las locomotoras
su breve canción de despedida.
Nos vigilaban estrellas de la muerte,
e, inocente y convulsa se estremecía Rusia
bajo botas ensangrentadas, bajo
las ruedas de negros furgones.”
Pero Requiem, como cualquier poema de Ajmátova, no podía ser escrito ni publicado. Y, con ello, la historia del poema se vuelve tan fascinante como el poema en sí: Requiem fue preservada por la memoria de los propios rusos, que la repitieron y la transmitieron oralmente durante años como epitafio de todos aquellos que el estalinismo les había robado. Y así fue cómo la poesía se convirtió en arma contra el verdugo y contra el olvido de sus crímenes:
“Porque temo olvidar, en la paz de la muerte,
las ruedas del siniestro furgón negro,
los golpes de la puerta que hemos odiado tanto
y el aullido de la anciana, como animal herido.”
Hizo que sus amigos memorizaran fragmentos del poema cuando la visitaban en su casa. Les acercaba los versos en pequeños papeles mientas fingía mantener conversaciones nimias sabedora como era de que el régimen la escuchaba. Una vez memorizada la pieza del poema arrojaba el papel a la chimenea. Y así sobrevivió Requiem, transmitido oralmente de boca a oreja entre aquellos que trataban de sobrevivir bajo el yugo de Stalin y sus acólitos. No fue hasta 1989 que pudo ser finalmente publicado en Rusia, casi cuarenta años después de la muerte del dictador.
Requiem termina con unos versos cargados de desesperanza en los que traza el retrato de una nación de luto:
“Que desde los yertos párpados de bronce
fluya -y sean esas sus lágrimas- la nieve derretida,
que arrullen a lo lejos palomas del presidio
y bajen silenciosos los barcos por el Neva”.
Y, desgraciadamente, de plena vigencia, pues tal como Vladmir Leonóvich, prologuista de una de las antologías que se le dedican, afirma: “En la Rusia actual, en el amanecer del tercer milenio, no se puede decir en modo alguno que haya llegado el alba”.
Luisa Marco Sola
Doctora en Historia Contemporánea. Autora de diversos libros y artículos sobre el Catolicismo y la Guerra Civil española.