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Hannah Arendt: Comprender el Mal para erradicarlo


(Tiempo de lectura: 5 - 10 minutos)

“El tiempo está fuera de quicio. ¡Maldita suerte

que haya nacido yo para ajustarlo!”

William Shakespeare, Hamlet

Cuando el New Yorker contrató a Hannah Arendt para escribir la crónica del juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, el trabajo parecía sencillo. Se trataba meramente de asistir a las sesiones y hacer una valoración ética de lo ocurrido en las mismas. Era esa precisamente la especialidad de Arendt, una intelectual judía huida de la Alemania nazi que por aquél entonces, 1961, impartía clases de Filosofía Moral en la Universidad de Princeton. Adolf Eichmann, por su parte, era uno de los criminales nazis más buscados, y acababa de ser detenido por el Mossad en Argentina, donde vivía oculto como un humilde carpintero llamado Ricardo Klement. Los servicios secretos israelís le habían secuestrado y llevado a Jerusalén para ser juzgado en un proceso orquestado por el propio Primer Ministro de Israel, David Ben-Gurión, a modo de ajuste de cuentas con uno de los más célebres verdugos del pueblo judío.

Al enterarse de la detención de Eichmann, la propia Hannah Arendt había contactado con varios medios ofreciéndose para dar cobertura informativa al juicio. Sus motivos bebían de lo personal y lo profesional. En lo personal, Arendt siempre había lamentado no haber podido presenciar los juicios de Núremberg, en los que fueron juzgados algunos de los nombres más importantes del Partido Nazi. Pero es que además, el juicio a Eichmann iba más allá. El proceso de Núremberg, a pesar de su magnitud, respondía a una fórmula ya clásica en la que los vencedores en una guerra juzgaban a los vencidos. Además, había pasado de puntillas sobre la llamada Solución Final, la voluntad de exterminación del pueblo judío y el Holocausto. Ahora, las víctimas de estos actos tomaban la voz para juzgar a uno de sus verdugos y lo hacían, además, centrándose en el daño infringido a los suyos. Y Arendt, como millones de judíos, encontraba en ello una necesidad vital.

En lo profesional, por otro lado, el juicio al nazi Eichmann presentaba una oportunidad para algo que la filósofa defendía con vehemencia: el establecimiento de una jurisdicción universal para los crímenes contra la humanidad. Allí podía surgir el gérmen de una futura corte penal internacional. En ese momento, sólo un puñado de académicos abogaban por un proyecto de semejante envergadura, pero para Hannah Arendt los niveles de horror alcanzados en el siglo XX lo justificaban plenamente.

Aquellos más cercanos a Arendt le desaconsejaron tomar parte en el juicio, pero, fiel a sus ideas y amante de las polémicas, acabó viajando a Jerusalén para informar sobre el mismo.

Se trataba de un momento histórico, por vez primera las víctimas (en este caso, los judíos) iban a juzgar a uno de sus verdugos. Lo hacían, además, en su recién creado Estado: Israel. El mundo entero se detuvo para asistir a cada una de las sesiones del juicio, retransmitido por televisión con un enorme éxito de audiencia.

Pero estas multitudes expectantes, así como la propia Arendt, hubieron de enfrentarse a una enorme decepción. Esperaban encontrar en Eichmann a un monstruo, un hombre sin sentimientos que odiaba furibundamente a los judíos y por ello había participado en su exterminio, una criatura lejos de cualquier humanidad. Y Eichmann, responsable último de la muerte de seis millones de judíos, no era tal cosa. Durante todo el juicio se mostró como un hombre normal, sin ningún tipo de odio ni ideología antisemita. Los psicólogos que lo examinaron no encontraron en él ningún tipo de trastorno ni psicopatía. Él, además, sostuvo durante todo el proceso que, simplemente, se había limitado a cumplir órdenes.

Efectivamente, la labor de Adolf Eichmann para el Tercer Reich se había concretado en la logística para la deportación en masa de los judíos a guetos y campos de exterminio. Es por ello que Eichmann defendió en todo momento que la acusación de asesinato le parecía injusta: “Ninguna relación tuve con la matanza de judíos. Jamás di muerte a un judío, ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado a un ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a una persona no judía”. Al mismo tiempo, en palabras de Hannah Arendt, sin embargo, “dejó bien sentado que hubiera matado a su propio padre, si se lo hubieran ordenado”.

La actitud de Eichmann a lo largo del juicio sorprendió tanto a la acusación como a su propia defensa. Al mismo tiempo afirmaba, para negar cualquier odio hacia los judíos, “me ahorcaría con mis propias manos, en público, para dar un ejemplo a todos los antisemitas del mundo”, que descartaba cualquier tipo de arrepentimiento porque “el arrepentimiento es cosa de niños”.

Pero, a pesar de estas derivas erráticas en sus declaraciones, seis psiquiatras certificaron que Eichmann era un hombre perfectamente “normal”. Incluso que, en lo que a su actitud con su propia familia se refería, era un hombre hasta “ejemplar”. Es más, el acusado no podía ser considerado un antisemita ni tampoco un fanático de cualquier ideología.

Ante el shock que tales consideraciones suponían para los presentes, en general se optó por no creer al acusado. Tal como relataba Arendt en su crónica: “Los jueces prefirieron concluír, basándose en ocasionales falsedades del acusado, que se encontraban ante un embustero, y con ello no abordaron la mayor dificultad moral, e incluso jurídica, del caso. Presumieron que el acusado, como toda “persona normal”, tuvo que tener conciencia de la naturaleza criminal de sus actos, y Eichmann era normal, tanto más cuanto que “no constituía una excepción en el régimen nazi”.

Dado que Eichmann sólo se había ocupado del transporte, y no de los asesinatos, quedaba también abierta la cuestión de hasta qué punto era consciente de las consecuencias de sus actos. Él mismo aclaró las dudas durante los interrogatorios, larguísimos, a los que fue sometido. No solo había visitado las instalaciones donde se producían los asesinatos en masa sino los consideraba necesarios “para solucionar el problema judío”. Pero él, personalmente, había rechazado presenciar tales actos por resultarle “desagradables de ver”. Esta artimaña psicológica consistente en desviar el sufrimiento ajeno hacia el propio formaba parte de las herramientas aconsejadas por el propio Himmler, sin embargo. Hasta tal extremo que afirmaciones del estilo “¡Qué horribles espectáculos tengo que contemplar en el cumplimiento de mi deber, cuán dura es mi misión!” eran habituales entre los nazis. Con ello, Eichmann, una vez más, bebía de fuentes ajenas a la hora de interpretar su propia realidad.

Adolf Eichmann, sin embargo, sí había tomado parte presencialmente en la Conferencia de Wannsee, en la, que tras un primer momento en que el Partido Nazi se había limitado a la deportación de los judíos, se decidió dar un paso más y optar por su total exterminio. Su firma en las actas de la misma fue clave para su condena, de hecho. Pero paradójicamente no se sentía responsable de las decisiones tomadas en la misma, al no ser de los participantes de mayor jerarquía: “En aquél momento” -llegó a afirmar- “sentí algo parecido a lo que debió de sentir Poncio Pilatos, ya que me sentí libre de toda culpa”. No creía que fuera su responsabilidad opinar sobre las decisiones tomadas allí ni hacer un juicio de valor sobre lo que él mismo llamaba “el torbellino de la muerte”. Una vez más, él solo obedecía órdenes.

De este modo, y en lo que se refiere al plano moral, Eichmann actuó durante ese período (que él mismo definía, paradógicamente, como “período de crímenes legalizados por el Estado”) siguiendo la formula del llamado “imperativo categórico del Tercer Reich” formulado por Hans Franck: “Compórtate de tal manera que si el Führer te viera aprobara tus actos”. Consideraba, al mismo tiempo, que tras decretarse la Solución Final, “había dejado de ser dueño de sus actos” y “no podía cambiar nada”.

Ello -tal como contaba Arendt en su crónica- no eximía a Eichmann de su responsabilidad ante la ley, “porque, tal como los jueces se esforzaron arduamente por dejar claro, en un tribunal no se juzga ningún sistema, ni la Historia ni corriente histórica alguna, ningún ismo, el antisemitismo, por ejemplo, sino a una persona, y si resulta que el acusado es un funcionario, se encuentra en el banquillo precisamente porque incluso un funcionario es un ser humano y como tal se halla sometido a juicio”.

Pero de la responsabilidad moral de Adolf Eichmann sobre sus actos era otra cuestión, y para Hannah Arendt era allí precisamente donde radicaba la esenciade lo que estaba ocurriendo, la enseñanza que se podía extraer del juicio al nazi, dado que “en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan solo los seres ‘excepcionales’ podían reaccionar ‘normalmente’”.

Así, Arendt puso el foco en su crónica sobre la forma en que el Tercer Reich se convirtió en un enorme engranaje del terror (de hecho, elaboró toda una “teoría del engranaje” para analizar el funcionamiento totalitario). Ello resultó una tarea abrumadora, ya que en el momento del juicio, la primera reconstrucción clara de la compleja maquinaria de destrucción puesta en marcha por el régimen nazi, la realizada por Raul Hilberg en su libro The Destruction of the European Jews, todavía no había visto la luz. Es por ello que el tribunal a menudo acusó la carencia de fuentes fiables sobre la misma y un desconocimiento generalizado.

En su análisis, que quedó recogido en el libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Arendt explicó cómo dentro del régimen nazi sólo un hombre estaba capacitado para tomar decisiones: El propio Hitler. Todos los demás eran simples piezas de la maquinaria, perfectamente prescindibles y que se limitaban a cumplir instrucciones. De hecho, un argumento muy habitual entre los acusados tras la Segunda Guerra Mundial fue “Si no lo hubiera hecho yo, cualquier otro lo habría hecho”, limitando al extremo su propia importancia.

De esta forma, el enjuiciamiento al nazi Eichmann dio la oportunidad a Hannah Arendt de volver a reflexionar sobre el Mal como ya lo había hecho en su libro Los orígenes del totalitarismo. Pero le obligó a cambiar sus conclusiones: A pesar de que en Los origenes... había concluído la existencia de un “mal radical”, el juicio de Jerusalén le hizo ver que se había equivocado. Sólo el bien podía ser “radical”, mientras que el mal era perpetrado por sujetos obedientes como Eichmann, carentes de cualquier tipo de profundidad y que renuncian voluntariamente a su capacidad de juicio para entregarse a una supuesta voluntad colectiva. Así, cuando formuló su célebre teoría sobre “la banalidad del mal”, se refería a esa incapacidad para pensar con autonomía de estos “burócratas del mal”, hasta tal punto que la conciencia individual se diluye, y de igual manera lo hacen los límites entre el lo verdadero y lo falso, la legalidad y el delito, y entre el propio Bien y el Mal.

Tal era la manera en que el Mal había proliferado hasta las más extremas cotas de horror en la Vieja Europa. Cuando miles de pequeños hombres renunciaron a pensar, renunciaron a su calidad de seres humanos para integrarse en la masa obediente y ciega. Según Arendt, para evitar que tales fenómenos se reprodujeran el remedio lo aportaba la Filosofía, en este caso el imperativo moral kantiano por el cual nuestros actos son morales únicamente si estamos dispuestos a verlos convertidos en leyes universales aplicables también a nosotros mismos. Tal era, y debe ser, la regla de oro.

Doctora en Historia Contemporánea. Autora de diversos libros y artículos sobre el Catolicismo y la Guerra Civil española.